viernes, 6 de marzo de 2009

Los 3


“Es ella”, me dice sobresaltándome con su aliento en mi oído. Sólo hay unos segundos antes que nos vea y se aproxime a nuestra mesa. Somos la única pareja joven del restaurante. Su presencia en vivo es más impactante aún que en la fotografía, quizá por que se ríe, o por lo hipnotizante que parece su andar. Nos levantamos para saludarla. Su mano es firme, no nerviosa como la mía, nos sentamos los tres y pedimos café.
Creo que debo aclarar que esto no fue mi idea. Se que es una débil excusa como la obediencia debida de los nazis, pero el insistió en que sucediera y yo sólo desee complacerlo. Cuando empezó con este sueño no quise darme cuenta que la relación surcaba en un mismo mar pero hacia diferentes continentes. Yo deseaba cada vez más que nuestra unión se simplificará en una estable ecuación que sumará dos. Mientras el quería añadir nuevos elementos y ahora proponía jugar con el número tres. Al principio dije que no, pero los argumentos se me acabaron. El creía que las experiencias diferentes fortalecerían nuestros sentimientos. Yo, que era un poco jugar a la ruleta rusa con la vida de nuestro amor. Traté de evadirlo diciendo que lo pensaría pero aquella ilusión saltaba en sus silencios, en sus distraídas caricias. Y aquí estamos hoy frente a nuestra codiciada amante: linda, simpática y dispuesta a experimentar.
“¿A que te dedicas?” le pregunta él, no la conocemos. Yo estoy callada estudiando sus gestos. Más allá de su atractiva mirada noto su decepción de la vida, su búsqueda de placer inmediato, su pasión momentánea y su facilidad para volverse insensible a lo desagradable. Pero a la vez es tan bella. Él me sorprende admirándola con cierta avidez y se desconcierta ¿no era esto lo que quería, dos mujeres juntas para él? Empiezo a hablar con ella de lo tontos que son a veces los hombres, y nos reímos con complicidad. Alabo la gracia con que combina su collar y ella la forma en que brilla mi cabello oscuro.
Él me interrumpe hablando de su carrera y del automóvil que acabamos de comprar. Acomoda el cuello de su camisa azul, saca el pecho y muestra su mejor postura. Regresamos al tema del peluquero, me río y él nos mira, a ella con más intriga que deseo y a mí como si ahora fuera yo la desconocida. Y es que él no me conoce realmente, es mi culpa que siempre le digo sólo aquello que una relación puede tolerar. El sabe que disfruto nuestros cuerpos inventando sensaciones y de una entrega total. No sabe que la intensidad con que lo he amado, no es muy diferente a como quise a mi maestra de primaria o adoré a mi novia de la universidad. Que Dios me ha maldecido o bendecido con la capacidad de amar a cualquier humano, hombre o mujer, pero no me dio las palabras para poderlo explicar. Y ella es tan bella. Pero hoy no se trata de si puedo o no traspasar los límites de la heterosexualidad, esa frontera ilusoria para restarle al mundo complejidad. Se trata de que no puedo hacer el amor sin amar. De que junto con una mente abierta para querer, Dios me otorgó el don o castigo de un corazón creyente, regido por la fidelidad. Ahora evito su intercambio de sonrisas y trato de leer mi futuro en los restos de café. Él no me conoce realmente, no sabe que lo elegí entre billones de seres humanos porque hay algo en él que me incitó a desear una vida sólo para conocerlo y alcanzar juntos una eternidad. Me mira con sus ojos café preguntándome si lo haré; aún no lo sabe. Esta noche se cumplirá su más ferviente deseo, y después, hacer el amor con él ya nunca será amar.

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